Mientras los altos cargos del Vaticano se despedían del papa Francisco siguiendo un protocolo milimétrico, una escena se robó todas las miradas en la Basílica de San Pedro. Una monja de 81 años, mochila al hombro, se paró frente al féretro del pontífice y rompió en llanto. No dijo nada, no hizo gestos. Solo se quedó ahí, rezando en silencio, sin que nadie se atreviera a interrumpirla.
Esa mujer era Geneviève Jeanningros, una amiga cercana de Francisco y una figura muy querida por él. A tal punto, que solía llamarla con cariño “la enfant terrible”. Su historia no es menor: desde hace más de medio siglo se dedica a acompañar a mujeres trans, feriantes y personas en situación de vulnerabilidad en la zona costera de Ostia, en las afueras de Roma.
Integrante de las Hermanitas de Jesús y sobrina de Léonie Duquet —una de las monjas francesas desaparecidas durante la última dictadura en Argentina—, Geneviève construyó un vínculo especial con Jorge Bergoglio desde antes de que fuera Papa. Fue ella quien lo acercó a los márgenes, a esas realidades que no siempre tienen lugar en los salones del poder eclesiástico.

Durante los últimos años, llevó a audiencias con el Papa a personas trans y trabajadores de feria, muchas veces discriminados o invisibilizados. En plena pandemia, golpeó puertas junto a un párroco local para conseguir ayuda para quienes se habían quedado sin trabajo. Y el año pasado, incluso logró algo insólito: que el Papa visitara un parque de diversiones en Ostia para encontrarse con los feriantes.